Explicar la desigualdad con Inequality, de A.B. Atkinson. Editorial Harvard University Press, Cambridge, Ma., 2015, 384 páginas.
1. El auge de los grandes textos sobre desigualdad
Pocos temas de la Economía Pública resultan tan centrales como los que tienen que ver con la igualdad y la capacidad que tiene el sector público para promoverla en sus distintas dimensiones. Tanto en los programas de las asignaturas introductorias de los Grados en Economía o afines como en los cursos más avanzados, los análisis de la desigualdad y de la incidencia redistributiva de las políticas públicas tienen una importante presencia. Contar, por tanto, con obras de referencia que cubran las distintas vertientes del análisis del problema resulta extraordinariamente útil no sólo para profundizar en la investigación y su estudio más analítico sino también como ayuda para el trabajo docente.
Hay trabajos que sin ser concebidos como manuales para el estudio de la desigualdad sirvieron como tales en la práctica. Podrían destacarse, en primer lugar, aquellos más orientados a las cuestiones relacionadas con la medición del fenómeno. Siendo varios los libros que se podrían mencionar, uno de los más frecuentados por los docentes es el de Frank Cowell (2011) sobre la medición de la desigualdad, ya en su tercera edición y que se publicó por primera vez en 1977. Otro muy difundido es el libro de Peter Lambert sobre la distribución y la redistribución de la renta, publicado por primera vez en 1989, con una versión extendida en 1993, traducido al castellano por el Instituto de Estudios Fiscales en 1996, y nuevamente revisado por el autor en 2001. Ambos libros han sido utilizados por varias promociones de alumnos y profesores, sobre todo en cursos de postgrado, cuando han tenido la necesidad de comprender los problemas metodológicos que implica la medición de un fenómeno tan complejo. Aunque quizás menos utilizado, podría incluirse en este bloque de manuales centrados en los aspectos relacionados con la medición el libro de Satya Chakravarty (1990) Ethical Social Index Numbers, donde se presta buena atención a la consideración ética de la desigualdad y al concepto de privación.
Otro tipo de publicaciones han tratado de explicar por qué la desigualdad aumenta en las sociedades contemporáneas, ofreciendo para ello –más allá de la mera divulgación de teorías y resultados– marcos analíticos muy sistemáticos a partir de las herramientas básicas del análisis económico. Probablemente, la aportación pionera fue La Economía de la desigualdad de Atkinson, publicado en 1975 y traducido al castellano por la Editorial Crítica en 1981. Otra corriente ponía el foco en el propio concepto de desigualdad, resultando fundamentales para la divulgación y la enseñanza los trabajos de Sen, muy especialmente su On Economic Inequality, publicado en 1973 e Inequality reexamined, que vio la luz casi dos décadas después, en 1992.
Puede decirse que estos cinco libros constituyeron la bibliografía básica sobre desigualdad durante varias décadas. Ninguno, sin embargo, abarcaba –no era esa su finalidad– las diferentes dimensiones relevantes para el estudio y la enseñanza de la desigualdad: caracterización, medición y explicación. Ese objetivo global fue el que años después, como en otras áreas de estudio, trataron de cubrir tanto las ediciones anuales del Research on economic inequality como los distintos Handbooks. Estos incluyen los trabajos colectivos compilados por Silber (1999), Salverda et al. (2011), y, sobre todo, los dos volúmenes del Handbook of Income Distribution editados por Atkinson y Bourguignon (2000 y 2014).
Resultando este acervo de trabajos un instrumental de enorme valor para el tratamiento en las clases de la diversidad de cuestiones relacionadas con la desigualdad, dos procesos han hecho que fuera necesaria una nueva ola de publicaciones para poder disponer de una bibliografía más completa. Uno, bien conocido, es la tendencia al aumento de la desigualdad en los países ricos, que, aunque con desigual intensidad y manifestación en el tiempo, ha afectado a la mayoría de los países de la OCDE. Otro ha sido el impacto que ha tenido la crisis sobre el aumento de las diferencias de renta en muchos países. Dada la importancia de ambas realidades, se hacía necesario contar con nuevos trabajos de largo recorrido que ayudaran a proporcionar una explicación cabal de las razones últimas de esta evolución.
Varios son los libros que han tratado de afrontar este reto en los últimos años. Además de algunos informes de la OCDE (2008, 2011, 2015), excelentes en el tratamiento de la información y la sistematización de los datos, cabe mencionar cuatro trabajos que han alcanzado gran difusión y que fueron publicados casi secuencialmente. Se trata de libros fundamentalmente divulgativos pero que son perfectamente aprovechables como materiales de referencia para los alumnos. El primero fue el trabajo de Milanovic (2005), traducido al castellano por la Editorial Sistema, que ofrecía una visión muy amplia de la desigualdad, con un análisis especialmente novedoso de la perspectiva global del problema. El segundo y creciente en impacto social fue el libro de Stiglitz (2012), traducido al castellano por Taurus, que ponía el acento en los costes que puede tener para las sociedades contemporáneas el aumento de la desigualdad. Un año después se publicó el famoso libro de Piketty sobre el capital en el siglo XXI, que ya fue reseñado en esta revista en el año 2015, traducido al castellano en 2014 por el Fondo de Cultura Económica y posteriormente en 2015 por RBA[1].
En 2015 apareció un nuevo trabajo de Atkinson, que se diferencia de los anteriores en un aspecto fundamental: como hace explícito el subtítulo –What can be done?– el libro se dedica íntegramente a analizar cuáles son las alternativas posibles para reducir la desigualdad, desde un posicionamiento que se hace explícito desde las primeras páginas: el nivel de desigualdad actual es excesivo y debe reducirse. Podría decirse que es un tratado exhaustivo de las claves que pueden facilitar el tránsito hacia sociedades menos desigualitarias, pero escrito con propósitos didácticos, y muy aprovechable, por tanto, para ser utilizado en distintos tipos de cursos de economía pública. Es un trabajo fundamentalmente divulgativo, que relega los análisis más técnicos a notas al final de página y que incluye un preciso glosario de los principales términos empleados. Su lectura resulta fácil, tanto por la estructura narrativa elegida como por la inclusión de algunas tablas y, sobre todo, de muchos gráficos, que ayudan, como dice el propio autor, a que sea fácil llegar al final de la obra.
El libro se divide en tres grandes bloques, que son los que utilizaremos para su recensión. El primero se dedica a la diagnosis del problema de la desigualdad, planteando las preguntas básicas –y ofreciendo respuestas– de qué entendemos por desigualdad, cuál ha sido su evolución, cuál es su incidencia en las sociedades contemporáneas y qué puede decirnos el análisis económico sobre sus causas. Al diagnóstico le sigue la acción –¿qué puede hacerse para reducir la desigualdad?– y la segunda parte del trabajo consiste en la introducción de una serie de propuestas que podrían reducir significativamente la desigualdad. Estas guardan relación con el cambio tecnológico, el empleo y los salarios, el capital, la imposición progresiva y la garantía de ingresos. En la tercera parte se revisan las posibles críticas a las distintas propuestas y su viabilidad.
2. El diagnóstico de la desigualdad
El primer capítulo del libro sitúa el marco del análisis, planteando por qué la desigualdad debe preocupar a los economistas y cuáles son sus tendencias. Al comienzo del capítulo se delimita el concepto de igualdad de resultados (ex-post) y la diferencia con el de igualdad de oportunidades (ex–ante). ¿Por qué nos debería interesar el primero y no sólo el segundo? Atkinson ofrece tres argumentos muy claros. En primer lugar, no podemos ignorar a quienes tendrían resultados desfavorables incluso aunque existiera igualdad de oportunidades ex-ante. En segundo lugar, hay que diferenciar la igualdad de oportunidades competitiva de la no competitiva. La primera simplemente quiere decir que todos podemos participar en una carrera donde puede haber premios muy desiguales; es la existencia de esta desigualdad de premios –en gran medida una construcción social– la que justifica el esfuerzo para que la carrera sea justa. La tercera razón es que la actual desigualdad de resultados puede afectar decisivamente a la igualdad de oportunidades futura.
Son muchas, en cualquier caso, las razones que señala Atkinson para creer que los actuales niveles de desigualdad son excesivos. Una de las vías para dotar esta preocupación de un marco de análisis encaja muy bien con la manera con la que se suele justificar la redistribución en los primeros cursos de economía públicadesde la teoría de la justicia distributiva. En este primer capítulo se repasan, sucintamente, desde los argumentos utilitaristas al enfoque de capacidades de Sen. Pese a todo, reconoce el papel secundario que los economistas han dado a la desigualdad en los principales libros de texto, siendo uno de los ejemplos más visibles la clara separación de la discusión de este problema de los capítulos que analizan las cuestiones relacionadas con la producción en los sistemas económicos. Para algunos, incluso, como Robert Lucas, la preocupación por la desigualdad es dañina (“el potencial para mejorar las vidas de los pobres a través de la distribución de la producción actual es insignificante en comparación con la aparentemente ilimitada capacidad que tiene el aumento de la producción”). Estas aproximaciones obvian que el conocimiento de la distribución de la renta es imprescindible para entender mejor la economía y hacerla más eficiente.
El resto de este primer capítulo se dedica a la revisión de las tendencias de la desigualdad en el largo plazo en diversas áreas del mundo añadiendo al retrato datos de pobreza y desigualdad salarial. De cara a la práctica docente una parte muy atractiva de este capítulo es la que se dedica a aclarar los conceptos que hay detrás de las cifras, ya que los principales dilemas en la medición de la desigualdad se plantean desde un marco conceptual muy amplio: la unidad de análisis (desigualdad de quién), la definición de renta (desigualdad de qué), la variable de referencia (desigualdad de renta o de consumo), las desigualdades dentro de la desigualdad (de género, temporal o generacional) y la desigualdad global.
Este esfuerzo didáctico se prolonga en el capítulo segundo, dedicado a aprender de la historia. Antes de contestar las dos grandes preguntas de cuándo disminuyó la desigualdad en el pasado y qué podemos aprender de esas etapas, Atkinson anima a los lectores a analizar bien los datos que pueden utilizarse. Repasa de una manera muy clara, sin tecnicismos, los problemas de las encuestas (unidades que residen en instituciones, los sesgos en la falta de respuesta y los problemas de subestimación de los ingresos) y de los registros fiscales (diseñados para otros fines, definiciones de renta poco ajustadas al concepto económico y problemas de evasión fiscal).
La cuestión más interesante de este segundo capítulo es qué podemos aprender de la evolución de la desigualdad en el muy largo plazo. Siendo relevantes para cualquier análisis comparado, estos datos podrían ser un instrumento de primer orden para que los alumnos entiendan la realidad del problema de la desigualdad. En un contexto de creciente “negacionismo” de un fenómeno claramente objetivable, el análisis tan riguroso que se ofrece de la información disponible deja poco margen para la duda sobre la creciente extensión de la desigualdad en la mayoría de los países de la OCDE. Atkinson apunta un hecho sobresaliente: ¿por qué no aumentó la desigualdad en Estados Unidos desde mediados de los años cincuenta si la desigualdad salarial sí lo hizo y por qué la tendencia de los países europeos fue diferente? La respuesta es clara: gracias al juego del sistema de prestaciones sociales y a los altos tipos impositivos. En el caso de Estados Unidos, la desigualdad al final de los años setenta era muy parecida a la que había tres décadas antes, pero en los países europeos hubo reducciones significativas de la desigualdad. El responsable de ese éxito no fue otro que unos Estados de Bienestar cada vez más consolidados. Prueba de ello es que cuando estos empezaron a replegarse las consecuencias redistributivas fueron claramente adversas. Un segundo hecho destacable es que la desigualdad no sólo disminuyó gracias a las transferencias y los impuestos sino que tanto las rentas salariales como de las capital también se distribuyeron menos desigualitariamente en ese período. Varias vías resultaron fundamentales para ello: una mayor participación de las rentas del trabajo sobre el total, la negociación colectiva y los salarios mínimos. A partir de los años ochenta, la desigualdad aumentó a la vez que estos instrumentos de igualación no presupuestarios perdieron peso.
El tercer capítulo es el que probablemente puede ser más aprovechado en actividades docentes. Titulado La economía de la desigualdad comienza con la visión estándar presente casi en cualquier manual de economía que pone el acento en el cambio tecnológico y en la globalización como principales determinantes de la desigualdad para desviarse pronto por otros senderos menos frecuentados. Una de las mayores virtudes del libro es que ofrece un análisis más rico que el de los manuales más convencionales, al dar más peso al contexto económico y social, más allá de la ley de la oferta y la demanda, además de dotar de mucha mayor importancia al análisis de los mercados de capital y a la participación de las rentas derivadas de éste en el total, cuestión que antes era central en el análisis de la distribución de la renta y que, en opinión, tendría que volver a serlo.
Los dos procesos citados, globalización y cambio tecnológico, afectan a la demanda de trabajo y a los salarios de los menos cualificados. Detrás de este análisis subyace el modelo estándar de comercio internacional de Heckscher-Ohlin, que ven los alumnos en los cursos de Economía Internacional y el concepto común de elasticidades de sustitución de los factores. Sin embargo, como recuerda Atkinson, no se puede relegar a un plano secundario el hecho de que los mercados operan en un contexto social que afecta a la distribución de la renta resultante. El mercado de trabajo, como nos enseñó Solow, no es un mercado más. Sus resultados, como deja claro Atkinson, no están predeterminados: las normas sociales cuentan y los procesos citados no son ajenos a esas normas. En otras palabras, no está claro que queden lejos del control de los poderes públicos ni son exógenos al sistema económico y social. La clave es quiénes toman las decisiones y dónde. En este sentido, el aumento de la desigualdad registrado en las últimas décadas guarda una estrecha relación con los cambios en el equilibrio de poder de los agentes sociales. Si este diagnóstico es correcto, las medidas para reducir la desigualdad sólo podrán ser exitosas mediante un reequilibrio en esa distribución. La pérdida de peso de los sindicatos, por ejemplo, tiene mucho que ver con eventos políticos. O en el ámbito de la producción, el reconocimiento de que existe ese desequilibrio de poder, con mercados poco competitivos, abre la puerta a conectar la distribución de la renta no sólo con los mercados de trabajo y capital sino con los de productos y con el mayor peso de algunos agentes.
3. Propuestas de actuación
La principal aportación del libro objeto de esta recensión es la que ocupa su parte central. A la pregunta de cómo se podría reducir la desigualdad Atkinson ofrece una gama muy amplia de posibles opciones. Algunas de ellas están específicamente diseñadas para el caso británico, pero la mayoría pueden extrapolarse al resto de países europeos. Siendo inevitable que entre estas propuestas tengan un peso importante las centradas en el refuerzo de la capacidad redistributiva de las prestaciones y los impuestos, otras persiguen, fundamentalmente, una reducción de la desigualdad de las rentas primarias.
El primero de los capítulos de este segundo bloque se centra, precisamente, en uno de los principales determinantes económicos de las rentas de mercado, como es el cambio tecnológico. El punto de partida es que éste no es completamente exógeno sino el resultado de diferentes tipos de decisiones siendo la cuestión clave cómo se adoptan. La primera propuesta para reducir la desigualdad es: Propuesta 1: fijar la dirección del cambio tecnológico como una preocupación explícita de los decisores públicos, incentivando la innovación de un modo que aumente la empleabilidad de los trabajadores y enfatice la dimensión humana de la provisión de servicios. No se debe, asumir, por tanto, que el aumento de la desigualdad se debe a fuerzas tecnológicas que escapan de nuestro control: los decisores públicos pueden determinar la senda adoptada a través de distintas vías considerando explícitamente las implicaciones distributivas de cada opción. Un segundo determinante de la desigualdad en las rentas primarias es que el balance de poder está desequilibrado en contra de los trabajadores y consumidores. Atkinson revisa distintas posibilidades para alcanzar un mayor equilibrio y fija su segunda propuesta: Propuesta 2: las políticas públicas deberían promover un balance adecuado entre los agentes sociales introduciendo criterios distributivos explícitos en la política de competencia, asegurando un marco legal que permita una representación suficiente de los trabajadores y crear Consejos Económicos y Sociales donde no existan.
El segundo ámbito de determinación de las rentas primarias desde donde se puede luchar contra la desigualdad es el mercado de trabajo. Aquí, sin embargo, es donde más contrasta la experiencia británica, en la que Atkinson fija su atención, donde el principal problema es de subempleo más que la carencia de puestos de trabajo, con la de los países con altas tasas de desempleo. Aun así, buena parte del análisis es extrapolable a otros países, donde también han crecido algunas formas de trabajo no regular, como el trabajo a tiempo parcial, el empleo temporal o, incluso, el trabajo sin remuneración. Hablar, por tanto, de tener o no un trabajo puede resultar poco indicativo. ¿Debe la UE plantearse, en estas condiciones, un objetivo de empleo? Atkinson contesta afirmativamente, sobre la base de que el empleo puede tener las características de un bien preferente, a la vez que el desempleo involuntario debe considerarse un fallo del mercado. El objetivo, por tanto, debería ser minimizar este último, pero ofreciendo un elemento facilitador: Propuesta 3: el gobierno debería adoptar un objetivo explícito para reducir y prevenir el desempleo ofreciendo un empleo público al salario mínimo a quienes lo buscan. Algunos países europeos ya han avanzado en esta dirección, siendo un ámbito natural de aplicación de esta propuesta aquellos servicios públicos que han sufrido un mayor retroceso. Esta medida reduciría la desigualdad en el mercado de trabajo, pero Atkinson va más allá al defender algún tipo de intervención en la determinación de los salarios que evite la generalización del problema de los trabajadores pobres. Justifica la necesidad de una política nacional que, reconociendo los límites impuestos por la oferta y la demanda, impida que las rentas salariales se determinen únicamente por las fuerzas de mercado: Propuesta 4: debería haber una política salarial nacional, que consistiera en el establecimiento de un salario mínimo por encima del nivel de satisfacción de las necesidades básicas y un código de prácticas salariales resultado de un acuerdo social nacional.
Las propuestas para reducir la desigualdad incluyen también cambios en la determinación de las rentas de capital. Es importante situar su análisis en el debate sobre los determinantes de la acumulación de riqueza. Atkinson comienza su revisión tomando como punto de partida la famosa ecuación de Piketty sobre la diferencia en la tasa de rendimiento del capital y la de crecimiento de la economía, no exenta de crítica. La correcta interpretación de esta relación pasa por aclarar las diferencias que hay en las distintas tasas de rendimiento del capital. Esas diferencias, con rendimientos muy bajos para los pequeños ahorradores y muy elevados para los percentiles más ricos, es un claro factor de desigualdad. La competencia en los mercados financieros privados no parece que pueda reducir esa brecha: Propuesta 5: el gobierno debería garantizar una rentabilidad del ahorro positiva en términos reales a través de bonos públicos. Aunque suene muy básico, para que exista esa rentabilidad, tiene que haber un mínimo de capital individual. La transmisión intergeneracional de capital no sólo no garantiza ese mínimo sino que es un factor claramente desigualitario: Propuesta 6: debería garantizarse una dotación mínima de capital a todos los mayores de edad.
Aunque Atkinson no divide las propuestas según la fase del proceso distributivo al que se refieren, las anteriores están dirigidas a reducir la desigualdad en las rentas de mercado. Los dos capítulos siguientes se centran en los instrumentos redistributivos más clásicos, en la doble vertiente de la imposición progresiva y de las prestaciones monetarias, que determinan la distribución de la renta de la que finalmente disponen los hogares. En un contexto en el que en diversos países de la OCDE se han sucedido reformas fiscales que han descansado, sobre todo, en rebajas de los tipos impositivos del impuesto sobre la renta y en aumentos de los que afectan al consumo y las cotizaciones sociales, y en el que el debate sobre la imposición óptima ha girado, sobre todo, en torno a los posibles desincentivos que genera un mayor gravamen de determinadas fuentes de ingresos, resulta refrescante la apuesta que hace el autor tanto por elevar la imposición sobre la renta, el capital y las transferencias de capital como por mejorar la cobertura que ofrecen las prestaciones sociales.
En este sentido, resulta ilustrativa la entrada del capítulo sobre la imposición: restituir la imposición progresiva sobre la renta. Prácticamente, en todos los países ricos la tendencia en el largo plazo ha sido la de reducción de los tipos máximos. Atkinson apuesta por lo contrario por distintas razones: la distancia que hay entre lo que se afirma sobre la elasticidad de la renta gravable y lo que dicen realmente las estimaciones y el sentido opuesto que habría que dar a las interpretaciones que se hacen de las interdependencias que hay entre las rentas, siendo más razonable asumir que el aumento de renta del percentil más rico que resulta de la reducción de los tipos máximos se produce a costa del resto de contribuyentes: Propuesta 8: recuperar una estructura de tipos más progresiva en el impuesto personal sobre la renta, hasta un tipo máximo del 65% y un ensanchamiento de la base imponible. Esta reforma se debería combinar con un replanteamiento del diferente tratamiento de cada fuente de renta en el impuesto, otra de las cuestiones fundamentales en el debate actual sobre cómo conseguir una imposición personal más justa. En el pasado, en muchos países las rentas de capital se sometían a un mayor gravamen que las del trabajo. Para ajustar este principio a la nueva realidad económica, Atkinson propone mantener el mismo tipo máximo a las dos fuentes de renta pero permitiendo un tipo marginal menor para las rentas del trabajo en el primer tramo: Propuesta 9: el gobierno debería introducir un descuento en el impuesto personal sobre la renta en las rentas del trabajo limitado al primer tramo de ingresos. Una reforma fiscal para reducir la desigualdad no debería limitarse, sin embargo, a la imposición personal sobre la renta. Atkinson se sumerge también en el complejo y creciente debate sobre los impuestos que gravan el capital. Ante el debate sobre si gravar regularmente la riqueza o su transmisión, ofrece propuestas para avanzar en las dos vías. Como en otros países europeos, incluida España, los ingresos del impuesto de sucesiones son modestos y en general su estructura suele ser poco progresiva. La propuesta es transformar el impuesto actual en uno nuevo definido –siguiendo, por cierto, lo que ya apuntaron algunos clásicos, como John Stuart Mill– desde una perspectiva longitudinal: Propuesta 10: las transmisiones de capital, tanto mediante herencias o inter vivos deberían ser gravadas con un impuesto progresivo sobre las rentas de capital acumuladas en el ciclo vital. Una última pieza del nuevo cuadro fiscal sería la revisión del gravamen sobre la propiedad inmobiliaria. Posiblemente es en este punto donde las propuestas de Atkinson son más difusas, lo que no resulta ajeno a la controversia histórica que este tipo de impuestos ha suscitado en el Reino Unido, siendo el famoso poll tax uno de esos casos de rechazo social a los cambios fiscales que cualquier alumno debería conocer. La propuesta es mucho más abierta que las anteriores: Propuesta 11: debería haber un impuesto proporcional, o progresivo, sobre la propiedad basado en una valoración actualizada de ésta.
Las propuestas para reformar las prestaciones monetarias no son menos valientes y parten de una premisa básica: ninguna economía avanzada ha conseguido reducir la desigualdad con un bajo nivel de gasto social. Los ingresos que deberían generar las propuestas de reforma fiscal deberían destinarse en parte a la expansión de la protección social. Por un lado, habría que volver a niveles de prestaciones similares a los que había antes de los recortes que empezaron a tomar forma a mediados de los años ochenta. Pero no sólo se trata de aumentar el nivel de las prestaciones sino de reconsiderar la estructura del Estado de Bienestar buscando un equilibrio entre las tres formas distintas de aseguramiento de rentas: las prestaciones contributivas, las asistenciales y las universales. Muchos países, y España no es una excepción, han tendido a la asistencialización de las prestaciones como vía preferente para mantener la cobertura del sistema con menores costes. Atkinson señala, razonadamente, dos problemas inevitables en esta opción: la existencia de tipos marginales muy altos a través del problema clásico de trampa de la pobreza y los problemas de falta de demanda en un porcentaje alto de los elegibles con rentas más bajas.
¿Cuáles podrían ser las alternativas? Una inmediata, según Atkinson, es la mejora de las prestaciones por hijo, complementada con la inversión en infraestructuras y servicios para la infancia. Concentrar estas prestaciones en las familias de bajos recursos no evitaría, sin embargo, los dos problemas citados para las prestaciones sujetas a la comprobación de recursos. Para evitar que estos hogares sean los que afronten tipos marginales más altos la alternativa sería incluir estas prestaciones en la base imponible del impuesto sobre la renta: Propuesta 12: debería haber un sistema de prestaciones universales por hijo con cuantías elevadas sujetas a gravamen. La segunda alternativa surge como respuesta al debate, creciente en países como España, sobre la deseabilidad y viabilidad de una renta básica. La originalidad de la propuesta de Atkinson, ya esbozada en varias de sus aportaciones desde principios de los años noventa, es la de una prestación universal que reemplazara todas las deducciones fiscales y que estuviera condicionada a una idea amplia de participación, en lugar de la de ciudadanía, presente en casi todas las formulaciones contemporáneas de renta básica. El ideal sería que la iniciativa la tomara la Unión Europea, con una renta universal por hijo: Propuesta 13: se debería introducir una renta de participación nacional, que complementara la protección existente, con la perspectiva de una renta básica por hijo en la Unión Europea. El tercer pilar debería ser una reforma de las prestaciones contributivas que las devolviera a su papel tradicional –volver al principio contributivo y al rechazo de la comprobación de recursos como principales criterios para acceder al sistema– y que las adaptara al mercado de trabajo del siglo XXI. Aunque se le podría criticar a Atkinson que el análisis para sustentar su propuesta está demasiado ligado al caso británico, su conclusión es perfectamente válida en otros países: Propuesta 14: se deberían reformar las prestaciones contributivas, aumentando el nivel de sus cuantías y su cobertura.
¿Se cierra con estas tres vías de reforma lo que deben hacer los Estados para reducir la desigualdad desde la vertiente de las transferencias monetarias? Atkinson nos invita a ampliar el punto de mira contemplando la desigualdad también desde una perspectiva global. Existen razones para la redistribución global de la renta que en algunos aspectos son similares a las que justifican la redistribución en cualquier país pero con algunos matices añadidos. Hay tanto motivos éticos como instrumentales para hacerlo. La extensión de la ayuda suele ser objeto de críticas, relacionas, sobre todo, con la falta de control de los fondos que se transfieren y con su limitada efectividad. Frente a estos convencionalismos, en pocos apartados del libro Atkinson es tan claro en su respuesta: “que el crecimiento económico sea el criterio con el que se mide la efectividad de la ayudanos hace perder de vista la preocupación por la difícil situación actual de las personas pobres y la fragilidad de sus circunstancias”. Hay que avanzar en los objetivos de ayuda y en los medios para llevarlos a cabo: Propuesta 15: los países deberían elevar su objetivo de ayuda al desarrollo al 1% de su Renta Nacional Bruta.
Son quince, por tanto, las propuestas que hace Atkinson, a las que añade algunas otras posibilidades de reforma que se podrían explorar también, relacionadas con el acceso a los mercados de crédito, la reducción del tratamiento fiscal privilegiado de las aportaciones a los planes privados de pensiones, con reexaminar la posibilidad de un impuesto anual sobre la riqueza, establecer un régimen fiscal global para las personas físicas y otro para las grandes empresas. No se trata de un paquete compacto de medidas, en el sentido de que no se debería rechazar el conjunto si algunas se consideran inaceptables o inviables, aunque sí hay interdependencias entre ellas.
4. La viabilidad de las propuestas
No es ocioso señalar que tanto las propuestas como la justificación que hace de ellas Atkinson contrastan con las severas críticas a la que se han enfrentado las políticas redistributivas en las últimas décadas. Desde una corriente de opinión mayoritaria, se ha criticado que una distribución más igualitaria podría ralentizar el crecimiento, debido a los desincentivos creados por el sistema de impuestos y transferencias. Esta insistencia contrasta con la evidencia reciente más robusta, que demuestra que puede haber un efecto mucho más significativo y negativo de la desigualdad sobre el crecimiento que el impacto que éste podría tener sobre la reducción de aquélla. Datos recientes del Fondo Monetario Internacional confirman que niveles bajos de desigualdad están positivamente correlacionados con mayores y más sostenidas tasas de crecimiento económico y que la redistribución no tiene, en general, un impacto negativo sobre éste (Ostry et al., 2014).
Atkinson no elude estas críticas y en la última parte del libro se dedica a defender por qué cree que las propuestas anteriores no son excesivamente costosas en términos de eficiencia y por qué el contexto de globalización no debería impedir su activación. La primera de esas críticas la resuelve atendiendo a principios casi de manual de teoría económica. En primer lugar, cuestiona que en el balance global de su implementación se tenga en cuenta sólo la posible magnitud de la pérdida de eficiencia omitiendo que hay diferentes posibilidades de valorar los posibles costes y ganancias: un “pastel” más pequeño pero mejor repartido podría ser preferible a otro mayor pero, como en la actualidad, muy desigualmente distribuido. Pero, sobre todo, ofrece una explicación muy pedagógica de por qué esa hipotética pérdida de eficiencia no tiene por qué ser real, ya que las ganancias de eficiencia y equidad pueden ser compatibles. Sólo es posible entender esto si nos movemos desde el modelo competitivo estándar, en el que los mercados se vacían y la información es perfecta, a otro con competencia imperfecta, desempleo y donde la contribución de las instituciones es decisiva. El mensaje, por tanto, es contundente: la elección del modelo de análisis puede afectar profundamente las posibles conclusiones sobre la deseabilidad de las propuestas. Desde el marco de competencia imperfecta, algunas de las que propone Atkinson –posiblemente la mayoría– pueden aumentar el tamaño de la tarta a través de diferentes canales: compensarían las imperfecciones del mercado de capital y aumentarían las oportunidades de todos los ciudadanos, incrementarían el rendimiento de la educación, la eliminación del poverty trap contribuiría al aumento de la inversión en capital humano, junto a muchas otras posibles consecuencias positivas.
Esto no quiere decir que las propuestas no tengan efectos adversos sobre la eficiencia pero sí que los resultados pueden ser mucho más variados que los que se derivan del modelo estándar. Atkinson ofrece distintos ejemplos, que podrían resultar muy atractivos para plantear a los alumnos visiones alternativas a los modelos básicos que encuentran en la mayoría de los manuales. Uno muy claro es el del equilibrio en el mercado de trabajo, en el que la consideración de una curva de oferta que se vuelve hacia dentro en distintos tramos salariales podría dar lugar a distintas intersecciones con la de demanda y a más de un resultado posible en ese mercado. Otra extensión es la de los salarios de eficiencia, bien conocidos en el ámbito de la economía laboral, según la cual en un contexto de asimetrías de información en el que el esfuerzo no es observable, mayores remuneraciones –como las que resultarían de las propuestas enunciadas– aumentarían la motivación y la productividad de los trabajadores. Pero, sobre todo, la mejor respuesta a la crítica convencional de que podrían generarse desincentivos en la participación laboral causados por las prestaciones de desempleo es el olvido de los aspectos institucionales que hacen que los supuestos básicos de los modelos estándar se despeguen notablemente de la realidad. Estos van desde el hecho de que estas prestaciones se pagan sólo a los que pierden sus empleos voluntariamente o al propio carácter contributivo de éstas –sin el aseguramiento tendrían que elevarse los salarios para compensar el riesgo–, al carácter individual de las prestaciones contributivas –cuyo refuerzo mejora los incentivos de los segundos perceptores de rentas– frente al familiar de las asistenciales. En el contexto del modelo estándar también podría tener efectos negativos sobre el ahorro la subida propuesta de las pensiones. En la práctica, sin embargo, la extensión del sistema podría reducir el peso de las prestaciones asistenciales y, con ello, el problema de la trampa del ahorro, además de corregir algunos de los efectos negativos que ha tenido el aumento de los fondos privados de pensiones como resultado del repliegue de las pensiones públicas. La ampliación del sistema debería contribuir a reducir el énfasis en los rendimientos a corto plazo y permitiría a las empresas invertir en expansión y crecimiento. En síntesis, el análisis de los efectos de mayores impuestos y prestaciones es bastante más complejo que lo que sugiere el marco teórico básico presentado en la mayoría de los manuales.
La segunda gran objeción que podría plantearse al inventario de propuestas para reducir la desigualdad guarda relación con las posibilidades reales que tienen los gobiernos para instrumentarlas. ¿Pueden permitirse los países europeos poner en marcha estas actuaciones en el contexto actual de creciente competencia de los países emergentes? ¿Podría hacerlo un país de forma aislada? Mirar al pasado, como en tantos otros dilemas de las políticas públicas comparadas, puede dar respuesta, aunque sea parcial, a estos interrogantes. Atkinson nos recuerda que el período de la historia contemporánea en el que más se desarrolló la globalización –siglo XIX– fue también en el que empezaron a tomar forma los Estados de bienestar europeos. Combinando algunas de las tesis dominantes en la explicación del despegue de los Estados de bienestar, aunque sin profundizar demasiado en el recurrente debate sobre las hipótesis de crecimiento del Estado protector, Atkinson recuerda algunos de los elementos básicos de los enfoques funcionalistas y sociopolíticos: los esquemas de protección surgieron para dar cobertura a los riesgos asociados a la modernización económica, para preservar la estabilidad social y política y también para ofrecer protección a las nuevas necesidades que suscitó la precariedad del empleo cuando Europa comenzó a exponerse a una mayor competencia internacional. La protección social, por tanto, debería entenderse como complementaria, y no en conflicto, con los objetivos económicos.
Este recordatorio, relevante para entender mejor las interacciones entre el nuevo contexto global y la intervención pública redistributiva, no resulta suficiente, sin embargo, para rebatir la crítica de que la globalización ha reducido severamente la capacidad recaudatoria de los gobiernos, limitando, por tanto, la viabilidad de los Estados de Bienestar. Atkinson no elude este debate y lo hace añadiendo mucha mayor complejidad al análisis que la que suelen emplear los defensores de esa postura. En primer lugar, parece conveniente desagregar la diferente incidencia que tendría aumentar o recortar los distintos tipos de gasto. En este sentido, una primera vía para garantizar la viabilidad de las reformas propuestas es eliminar una parte importante de los gastos fiscales. En segundo lugar, hay que considerar también que el recorte de algunos de los gastos sociales más importantes puede suponer un aumento del gasto privado. Si fueran los empleadores quienes tuvieran que asumirlo podría suponer una pérdida de competitividad mientras que si el coste recayera sobre los trabajadores es fácil imaginar que llevaría a un aumento de las demandas salariales. En síntesis, existe un problema fiscal, pero no estrictamente en las claves que suelen aportar los críticos y, sobre todo, sin que dependa exclusivamente de factores exógenos: es un problema que depende en última instancia de las decisiones que adopte cada gobierno. Dar forma a éstas resulta, sin duda, más fácil si existe cooperación entre los gobiernos. Tal vez Atkinson es demasiado optimista cuando valora lo sucedido en el período reciente en el ámbito europeo. Está claro que para reducir la desigualdad es más eficaz la actuación conjunta de los gobiernos europeos, pero también que más allá de la fijación de objetivos generales y el desarrollo de algunas estadísticas e indicadores para la monitorización del progreso en su consecución el margen que queda para el desarrollo de políticas comunes es todavía muy amplio.
Una última virtud del trabajo de Atkinson es el salto desde la enumeración de propuestas y el análisis de su viabilidad a la precisa cuantificación de su coste e impacto redistributivo. Aunque no todas las propuestas tienen implicaciones de coste directas y, además, en varias de ellas éste sólo puede ser estimado con exactitud teniendo en cuenta una perspectiva de equilibrio general que incluya posibles cambios en el comportamiento, la estimación de cuánto costaría la implementación de las propuestas en el Reino Unido remata el balance final de alternativas a la actual situación. Esta estimación sirve, además, para que Atkinson añada otro componente pedagógico en su libro, con una apretada revisión de las ventajas y límites de los modelos de microsimulación “tax-benefit”.
Probablemente, el resultado más destacado de las cifras que se aportan en este último capítulo del libro es el hecho de que utilizando los canales habituales de redistribución la reducción de la desigualdad podría ser sustancial. Pero ésta es sólo una pieza del puzle y un solo paso para reducir las diferencias de renta entre los hogares. La clave es añadir a esta estrategia las otras propuestas que persiguen que las rentas se distribuyan de una manera más igualitaria antes de impuestos y transferencias. Otros elementos, como mejorar los niveles de empleo, conseguir una distribución más justa de las rentas del trabajo y una propiedad del capital más igualitaria, deberían ser también ingredientes imprescindibles en cualquier estrategia de reducción de la desigualdad.
5. Política y políticas
En un contexto en el que desde amplias corrientes de opinión se pretende relativizar el alcance de la desigualdad y sus consecuencias mientras que desde otras se enfatiza la imposibilidad de una mayor intervención pública con carácter redistributivo, el libro de Atkinson deja pocas dudas sobre la deseabilidad y viabilidad de las reformas necesarias para reducir la desigualdad: la desigualdad de ingresos en las sociedades europeas es alta en el contexto histórico, tiene consecuencias negativas sobre la igualdad de oportunidades, hay razones económicas que la explican, y, sobre todo, no es el resultado de fuerzas que escapan de nuestro control. La desigualdad se puede reducir si se aplican las acciones necesarias, que pueden ser adoptadas por los gobiernos, las empresas, los trabajadores, los consumidores y, en general, individual o colectivamente, por los ciudadanos, ya sea como votantes o como grupos de presión.
Para poner en marcha este programa de reformas se necesita liderazgo político. No se puede ocultar la existencia de una inercia negativa, con un proceso acumulativo de mayor desigualdad y de mayor apoyo a algunas de las políticas que han contribuido a este proceso, como la liberalización de los mercados. Pero existe un mensaje político claro que no puede relegarse a un plano secundario: ha habido períodos en los que se consiguieron importantes reducciones de la desigualdad y la pobreza. Una lección importante de esas etapas es la importancia que tuvo en este éxito la globalidad de la acción política: las acciones deben ser adoptadas desde todos los niveles de gobierno. Recordemos que los niveles de vida actuales son muy superiores a los de generaciones anteriores y que el logro de una sociedad más igualitaria no ha sido completamente destruido. Afrontamos un problema de creciente desigualdad pero, como nos enseña Atkinson en esta obra clave, su solución está en nuestras manos.
El libro de Atkinson, en definitiva, nos ayuda a entender mejor la desigualdad y a buscar las mejores alternativas para reducirla. Desde el punto de vista pedagógico es un trabajo brillante y ofrece claves a los docentes para aportar a los alumnos una visión del problema distributivo mucho más precisa y realista que aquella que suelen aportar los manuales más convencionales. La controversia que sin duda acompañará a una obra de estas características servirá también para ofrecer un interesante marco para la discusión fundamentada, muy a tener en cuenta en los procesos formativos universitarios.
Notas
[1]http://e-publica.unizar.es/es/articulo/comentarios-sobre-el-libro-el-capital-en-el-siglo-xxi-de-thomas-piketty
Referencias
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